A veces algo te golpea tan fuerte que parece que te agujerea
hasta el alma. Y si al menos escapara a la misma velocidad con la que te ha
travesado, huyendo por tu desprevenida y desnuda espalda... Pero no; se queda
atrapado entre tus entrañas, aferrándose a ti a través del dolor, como un niño
se resiste a separarse del cuello de su madre. Y parece que te rete. "Si
sabes lidiar conmigo, no voy a ser más que una molestia pasajera", dice.
"Pero, si cometes el error de darme un margen de credibilidad, estás
perdido". Y la mayoría lo estamos.
Y la herida representa un punto de inflexión. A partir de
aquel momento, deambulas torpemente, deseando llegar adonde puedas cobijarte. Y
no te duelen los múltiples rasguños y magulladuras que te lleves,
gratuitamente, por el camino. Hasta que la sangre caliente no te haya resbalado
hasta los pies, dejando un reguero de sufrimiento a tu paso, y sientas la cabeza
dar vueltas, y tus ojos se ahoguen en las lágrimas más saladas que nunca han
conocido; hasta entonces, no te darás cuenta de que tienes que aminorar la
marcha, o no vas a llegar nunca.
Y buscas un árbol en el que apoyarte. Un tronco seco, primo
hermano del olmo seco de Machado.
Preferiblemente, sin ramita alguna en la que creer. Y sueltas la carga que no
te habías dado cuenta que soportabas en la espalda, y mojas tus manos y,
posteriormente, tu cara, en el arroyo del que no te habías percatado. Y
cierras los ojos. Respiras. Intentas relativizar el objetivo, los errores, la
distancia, el miedo, la soledad, la impotencia, la insignificancia. Y por más
que te empeñes en intentar echar una cabezadita, no vas a conseguirlo. Vas a
tener que esforzarte aún algo más para llegar a la meta. Pero, primero,
necesitas fuerza. Necesitas vida. Energía. Fluido. Intercambio. Paz.
Te haces fuerte poco a poco e introduces la mano en la
herida para deshacerte del objeto detonante.
Y, con un esfuerzo sobrehumano, sacando poderío de donde no sabías que lo
tenías, te deshaces de él. Que posiblemente no sea mayor que un garbanzo ni sea
tan fuerte e invencible como quería
hacer pensar. Y, con unas palabras, así como estas que ahora escribo, liberas
el desencadenante-garbancito río abajo. Y,
volviendo a Machado, esperas que del mar nunca regrese, ni se atreva tan
siquiera a aflorar a la superficie.